viernes, 5 de junio de 2009

Un hombre, una imagen



La vejez es acordarse del momento en que sucedieron los hechos que ahora son historia. O, si prefieren, lo llamaremos madurez, pero da más o menos lo mismo: hoy se cumplen veinte años –veinte años– del día en que aquel hombre se convirtió en un símbolo.

La escena en el televisor era tan simple, tan despojada, tan perfecta, que parecía una puesta: solemos creer que la realidad nunca se muestra tan prolija. En la plaza de Tiananmen, Pekín, China, un hombre flaco con su camisa blanca, su pantalón negro y dos bolsitas de plástico en la mano se paraba delante de una columna de tanques y la frenaba con la fuerza de su presencia enclenque.

La revuelta de los pekineses ya llevaba semanas. Había empezado el 15 de abril, cuando la muerte –atribuida a un infarto– de Hu Yaobang, ex secretario general del Partido Comunista que proponía la apertura política, provocó manifestaciones estudiantiles. Durante varios días los actos en Tiananmen se sucedieron; los jefes del Partido no se ponían de acuerdo sobre la respuesta y reprimieron con cariño. Hubo más marchas, huelgas de hambre, manifestaciones, y miles y miles de ciudadanos muy diversos se prendieron. El movimiento no eran sólo los estudiantes de Tiananmen, y los estudiantes de Tiananmen no eran, como cierta prensa quiso suponer, procapitalistas. Hay filmaciones que los muestran cantando la Internacional; también tocaban rocanrol, discutían, discurseaban, se besaban, comían, se hacían promesas graves. El 15 de mayo, la visita de Mijail Gorbachov, último líder soviético, provocó más manifestaciones y aumentó la atención de la prensa mundial. El movimiento se extendía a muchas ciudades del país: había millones de personas en la calle. El 19 de mayo el secretario general Zhao Ziyang fue a Tiananmen a pedir a los estudiantes que depusieran su actitud: se mostró tolerante, les dijo que no habría represalias –y al otro día lo destituyeron. Aquella noche Deng Ziaoping, ya convertido en el nuevo hombre fuerte del Partido, decretó la ley marcial y mandó el ejército a recuperar Pekín.

No funcionó. Durante casi una semana, miles de soldados fueron neutralizados por sus compatriotas en situación de calle: los rodeaban, les hablaban, los convencían de no actuar contra ellos –y, al fin, sus jefes decidieron retirarlos. Los pekineses creyeron que estaban ganando. Hasta que, el 3 de junio, unidades de asalto con tanques y armas pesadas entraron a la ciudad y la tomaron a sangre y fuego.

La masacre duró dos días y se extendió por todo Pekín. En las primeras horas del domingo 4 los militares recuperaron el control del último foco, la gran plaza de Tiananmen: hacia las 4 de la mañana se apagaron todas las luces y sonaron las ametralladoras. Periodistas presentes contarían, más tarde, que en medio de la sangre había personas que les pedían que filmaran, que fotografiaran para que el mundo alguna vez lo viera. Nunca se sabrá cuántas fueron las víctimas: en un primer momento la Cruz Roja habló de 2.600 muertos, pero las autoridades chinas lo desmintieron enseguida –y nunca más.

En la mañana del 5 de junio el ejército controlaba la situación. Por eso, la escena fue más extraña todavía. Una columna de tanques entraba en la plaza por la avenida de la Paz Eterna cuando el hombre flaco se cruzó en su camino. El hombre, con sus dos bolsitas de las compras, no parecía preparado para hacer lo que hacía: era, más bien, arriesgarían después los comentaristas, alguien que pasaba por ahí –quizás estaba yendo a trabajar, quizás a la verdulería– y no pudo soportar lo que sucedía.

El primer tanque trató de doblar para seguir por un costado; el hombre se corrió y volvió a ponérsele delante; parecía que el tanque le pasaría por encima pero no: ahora ya sabemos, pero aquella primera vez todo era inverosímil. Aquel tanque paró y hubo un momento –eterno– de quietud. Cuentan los testigos que los tanques apagaron sus motores y el silencio fue ensordecedor. Después el hombre se trepó al tanque, como para hablar con el tanquista, y después se bajó. Enseguida aparecieron otros tres hombres –uno llevaba una bicicleta– que lo agarraron por los hombros y se lo llevaron: lo sacaron de cuadro y desaparecieron de la historia.

Refugiados en un hotel cercano, un cameraman y cuatro fotógrafos convirtieron la escena en un símbolo. Uno de los fotógrafos, Charles Cole, de Newsweek, contaría después que no podía creer lo que veía y que pensó que no debía perdérselo: “Este hombre está dando su vida para que todos lo vean; yo tengo la obligación de registrarlo”, se dijo, e hizo las fotos que tuvo que esconder en la cisterna del inodoro para que no las encontraran los policías que llegaron a su habitación diez minutos más tarde.

El resto del texto de Martín Caparrós , acá.

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